Prometeo

Por: Carlos Arroyo Saavedra

PROMETEO

Segismundi se apuraba en completar los dossieres e informes que se apilaban en su mesa. Hacía tiempo que preparaba los memorandums para registrar patentes de futuro que, lamentablemente, soportaban un nutrido pasado de fracasos. Eran las dos de la madrugada y aún quedaba por recopilar los datos de las placas de petri. Los cultivos podrían haber sido concluyentes pero quedaron en el filo eterno de lo probable; o al menos eso era lo que pensaba mientras su bic cristal rascaba el papel de su cuaderno de notas, el de toda la vida, el enri de cuadritos milimetrados.

Había tenido un apagón el día anterior, esa era la razón y no otra por la cual tuvo que recurrir a la tradición, a soplar el polvo acumulado de la ultima estantería del armario que había en la oficina y recuperar esos cuadernos caducos llenos de la pátina de los días de colegio; eso y la puñetera explosión de la fuente de alimentación de los ordenadores del laboratorio cuando de repente vino la luz, a eso de las dos de la tarde del día siguiente. Iba ya por la tercera tabla de resultados cuando, otra vez, plof! Temiendo que la problemática fuera una constante no resuelta, se levantó, cogió su linterna y fue a hacer el itinerario que cualquier neófito haría, riéndose para sus adentros de que su supuesta lógica-científica no le haría un ser superior para actuar de una manera radicalmente distinta en casos como el que de repente se presentaba. Y así, primero, subió y bajo varias veces la llave de la luz como todo hijo de vecino haría. Después, comprobó que los plomos estaban en perfecto estado. Para su sorpresa ratificó que todas esas variables de evidente cotidianidad quedaban descartadas, simplemente se había fundido la bombilla. Cogió un recambio del cajón de su mesa de trabajo.

A duras penas se subió a la única silla que había en la oficina, que como era de esperar, hacia honor a su perífrasis impuesta y, efectivamente, tenía ruedas. Se afanaba por conseguir que la oscilación derivada se estabilizara con el equilibrio de su columna vertebral con respecto al eje magnético terrestre. Eso pensaba, o deseaba pensar, cuando de repente, fue consciente una vez más de lo errado de sus cálculos, de que los datos no llegarían nunca a ser concluyentes, de que hay probabilidades descompensadas, inexactas, deplorables, caóticas.

Empezó a caer. El resultado sería determinado según como la gravedad constante le atrayera hacia el núcleo terrestre. Un desenlace inevitable. Pero, en ese instante, más amplio que la medida estándar de tiempo,vio algo, algo sorprendente, algo inaudito: Tres ratones del laboratorio se habían escapado de la habitación de las jaulas (seguramente durante el apagón) y estaban los tres juntitos al pie de su escritorio. Estaban tan juntos que se podría decir que conversaban entre ellos como si a una mágica fábula perteneciera la escena. Ese segundo se le hizo eterno. O eso o las neuronas súbitamente se le revolucionaron en el acelerador de partículas en el que se había convertido su agitada cabeza. Seguramente un proceso que escapaba a su comprensión habría pasado desapercibido o estaba en mitad de un advenimiento de genialidad. Llegaba a un cúmulo de conceptos en tromba. O una miríada de ideas luminosas. Un destello cegador, un eureka de los de antaño.

Los tres ratones, expectantes, se levantaron sobre  sus patas traseras de manera sorpresiva. Como dije, el segundo era inconmensurable para Segismundi. Conforme caía, se alejaba de la oscuridad y se acercaba al punto refulgente que tenía ante él en forma de roedores. El segundo-antesala al futuro que vendría. Todo los años de investigación, todos los fracasos y éxitos, todo lo aprendido, lo olvidado en ficheros de datos numéricos y galimatías sinsentido, principio y fin y fin y principio.

Daba igual que los números escritos por un cegado se desbocaran sobre la rectitud de los cuadraditos milimetrados. Daría igual que cualquier dinamo o usina no recibiera energía alguna. Y si lo hiciera, qué sentido tendría si siempre seremos esclavos del caprichoso vaivén de la luz. Únicamente para recrearnos en la danza cadenciosa de nuestra propia sombra. Doce años de trabajos recogidos en formatos digitales para que, en un segundo todo se joda y no llegues a tiempo al concurso anual de ayudas estatales. Y, ademas, tengas que comerte el solomillo congelado de anoche, aquel solomillo que guardabas para la cena romántica del sábado.

Todos los fracasos y todos los éxitos de una humanidad para ellos, todos los alardes que en un instante pantagruélico de exceso de talento estallan ante los ojos, ojos que están ahítos de tanto derroche.

Y de repente plof! Otra vez a buscar una bombilla para Ellos. Ellos no necesitan luz, ellos los herederos.

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