Por Sabela Eiriz
Náufrago
A menudo reconstruía con sus manos el calor de las noches en las que habían naufragado juntos. Apenas remontaba las montañas de su cuerpo con sus dedos, salía de sus poros una humedad que se expandía como el olor de los cítricos y que le llevaba a las horas intempestivas en las que ambos cuerpos se deshacían y se vaciaban. Su boca se colmaba del vapor de aquella piel de tierra y por su aliento se desplomaba la terrible necesidad de bebérsela una y otra vez.
Un calor palpable se había apuntalado en sus córneas. Su piel era sólo una leve frontera entre líquidos y uñas, labios y ojos, latidos propulsados por órganos ajenos y silencios de los dientes mordiendo los dedos o las sábanas o las palabras pequeñas, húmedas y desnudas que se hacían hueco entre sus huesos cuando, en la calma, se hilaban como las líneas que apuntan las constelaciones, como las yemas que surcan lunares, como el cabello que cae y vive y baila y vuela cuando el vientre grita y los pezones ríen.
Después, sólo quedaban manos tercas y pieles imantadas.
Sólo quedaban ojos anudados y huecos insaciables.
Sólo cuerpos caníbales y tiernos.
Sólo líquidos,
sólo lunas,
sólo secretos,
sólo naufragios.