Por Carol Gómez Pelegrín
Deberías comprender: hubo un tiempo, de niña
en el colegio, en que me enseñaron las cualidades y propiedades
de la materia. A veces, aprender, lejos
de expandirnos, nos limita
hasta convertirnos en objetos imitando todo
aquello que nos han enseñado. ¿Dónde
radica por tanto lo que separa lo propio
y lo ajeno?
¿De qué sustancia estaríamos hechos cuando irradiábamos
aquel temblor de luciérnaga
indeterminado
inconsistente
lo que separa el ser del no
ser
qué crujido exacto de la escarcha al dividirse
alterándonos
en mitad de aquel aire terrible de finales de abril
invadiendo el minúsculo espacio entre tu dedo
y mi dedo gordo del pie (sí, también
es materia aquello que no vemos)?
No éramos los pasos, éramos su huella.
Los cuerpos existen porque existe el tiempo,
nos decían. Qué terrible.
Resultaba entonces tan fácil (por mucho
que nos costara memorizarlo) la fórmula para medirnos.
Y ahora, en este instante, en este mismo instante,
que estamos aquí sentados y nuestra sombra
es una sola sombra
(¿a ti también te enseñaron la teoría
de la impenetrabilidad?)
dime: cómo calculo. Va. Dime:
Cómo calcular esta distancia si estamos a años luz el uno
del otro. Y tus dedos (casi) me rozan. La longitud
(no pararon de repetirnos en aquellos días en que la sangre
bombeaba a la velocidad de un domingo de verano al medio día)
es la distancia
entre
dos
cuerpos.
Y era mentira.